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Marruecos: impaciencias y larga duración por Bernabé López García

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El país magrebí celebra en Granada su primera cumbre con la UE. En los últimos años, sus reformas democráticas se han estancado o hasta retrocedido. La descentralización le ofrece una nueva oportunidad

EL PAÍS

Marruecos se reunirá en su primera cumbre con la Unión Europea el próximo domingo, 7 de marzo. A un país como España, acostumbrado a mirar por encima del hombro a su vecino del sur (y con complejo y rabia de que Francia sea su referencia), le conviene no banalizar el hecho. La reunión consagra la voluntad de Marruecos de converger con el proyecto europeo. Todos sabemos la enorme distancia que todavía separa al país magrebí de Europa, es tan próximo en kilómetros y sueños como lejano en bienestar, mentalidades, estilos de vida y sobre todo, acceso a derechos. Pero lo que la cumbre celebra es el deseo de ciertas elites de Marruecos -y, probablemente, de millones de marroquíes- de sellar su destino con el de este mastodonte en construcción que es la Unión Europea. Quizás no sea un mal objetivo.

El tema de fondo de las reuniones que se celebrarán en Granada es el Estatuto Avanzado que hace poco más de un año otorgó la Comisión Europea a Marruecos. Se ha difundido mucho la idea de que dicho Estatuto es un reconocimiento a los avances efectuados por Marruecos para su anclaje en la órbita de Europa, avances económicos, políticos y sociales. Pero contra el Estatuto se han levantado voces críticas que consideran que Marruecos no es merecedor de esa consideración dado su atraso en el Índice de Desarrollo Humano (puesto 130) y los comportamientos torpes y rudos de los que el último ejemplo fue el caso Aminatu Haidar. Recuerdo que concluí un artículo en estas mismas páginas, en pleno ecuador de aquella crisis, preguntándome por el sentido de ofrecer ese Estatuto Avanzado si Marruecos se resiste a la convergencia con Europa en temas como la libertad de prensa y los derechos humanos.

Dos meses más tarde, resuelta esta particular crisis tras múltiples presiones internacionales, con un giro de 180° dado por las autoridades marroquíes y con un notorio desgaste de la imagen pública del país vecino, conviene reflexionar sobre lo que está en juego en la relación euro-marroquí.


¿Es acaso el Estatuto Avanzado un premio que la Unión Europea otorga al buen alumno Marruecos por haber hecho sus deberes? Si hacemos caso a lo escrito por algunos analistas de una u otra orilla del Estrecho de Gibraltar, se trata más bien de "la expresión de una voluntad política sin efectos jurídicos", de poco más de lo que ofrece la política de vecindad (Martín & Jaïdi). Pero hay, es cierto, ese punto simbólico de reconocimiento como algo positivo de las reformas que Marruecos ha emprendido para su integración en el espacio europeo, no limitándose a lo económico, aunque los efectos tangibles se estén haciendo esperar.

¿Avanza Marruecos para merecer el Estatuto Avanzado? Hay quienes -bien posicionados para opinar, como Bruno de Thomas, hasta hace poco embajador de la Comisión Europea en Rabat- creen que Marruecos se ha comprometido en un proceso de evolución democrática y apertura económica que hace del anclaje en Europa el corazón de su estrategia. Porque no hay que perder de vista que esta opción obliga a quien la adopta a entrar en una lógica de reformas estructurales que producirán -cierto que no para mañana- sus efectos sobre ese zócalo arcaico de su estructura, esa "realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar y en transportar", en expresión de Fernand Braudel.

Es cierto que Marruecos va lento en los avances de su evolución democrática. Y son éstos -los escasos avances y los sonoros retrocesos- los más visibles desde el exterior, aquellos sobre los que al fin y al cabo se realiza la percepción cotidiana (interior y exterior) que construye las opiniones públicas.

Vuelvo a Braudel: "Nada hay más importante en el centro de la realidad social que esta viva e íntima oposición, infinitamente repetida, entre el instante y el tiempo lento en transcurrir". Jugando con esta oposición de tiempos, no puede comprenderse por qué los que deciden en Marruecos no saben explicar y transmitir con cuántas resistencias se está construyendo en el "tiempo largo" (tanto en el ámbito macroeconómico -control de la inflación, descenso de la deuda pública, mantenimiento de un cierto crecimiento sostenido- como en el de las relaciones humanas -promoción de una presencia más activa de la mujer en la sociedad y en la política, inversión en educación-), y no atajan prácticas -puntuales ciertamente, aunque insistentes- que afectan al "tiempo corto" y que son las que trascienden en los medios y acaban por construir, monopolizar y a veces tergiversar la imagen de marca -y la realidad- de Marruecos.


Hay, sin duda, hechos intolerables: el cierre de un periódico como Le Journal hebdomadaire, el acoso al que éste y otros medios informativos se han visto sometidos en los últimos años. Otros impresentables, como la desproporcionalidad y la arbitrariedad con que la justicia marroquí ha dirimido ciertas acusaciones de difamación como en el caso del periódico citado o de Economie & Entreprises, con multas millonarias que acaban con los periódicos y con sus promotores. Otros vergonzosos, como la existencia de presos de opinión (es el caso de Chakib El Khiary condenado a tres años por denunciar hechos de corrupción).

Uno recuerda aquellos tiempos del "buen rey" que se dedicaba a deshacer los entuertos que la justicia cometía. Me refiero, por ejemplo, al asunto Ali Lmrabet que terminó siendo amnistiado por Mohamed VI. Eso sí, cuando la bola de nieve de la arbitrariedad del caso ya había contribuido pesadamente a enturbiar la imagen de un Marruecos que por entonces quería vender los progresos del modernista estatuto de familia, la Mudawana. No creo que las amnistías reales sean el mejor antídoto contra la venalidad manifiesta a la que nos tiene acostumbrados la justicia de nuestro vecino, pero casi las echamos de menos.

No lo digo yo, lo dice el citado Bruno de Thomas, para quien "la reforma de la justicia es la próxima frontera, y si no se hace, la confianza no llegará como tampoco las inversiones extranjeras sin las que no habrá crecimiento". Lo extraño es que, como considera este funcionario europeo, el propio monarca considere dicha reforma como "la prioridad de las prioridades" y a la vez se tope con tantas resistencias para llevarse a cabo.

Tirones de orejas los da Europa: el presupuesto que la Comisión pretendía destinar a la reforma de la justicia en 2010 ha sido puesto a disposición de la agricultura, porque, a juicio de su responsable, "de nada sirve apoyar una reforma que no existe".

Justo es querer que esas reformas se materialicen de inmediato, como pretenden los que -dentro y fuera- critican que se otorgue a Marruecos este Estatuto de socio privilegiado de la Unión Europea. Pero ése no es el tempo de los cambios sociales, sobre todo cuando lo que se pretende es transformar una sociedad tan profundamente conservadora como la marroquí.

Y queda la gran asignatura pendiente, el asunto del Sáhara, al que no se sabe dar solución. Una consecuencia positiva para Marruecos del caso Aminatu fue el lanzamiento de un debate nacional sobre la reorganización territorial e identitaria del Estado promovido desde la Comisión Consultiva para la Regionalización.

Marruecos no debería perder la oportunidad refundadora que le brinda este ejercicio de autoanálisis que conduce el que fuera hasta hace poco embajador en Madrid, Omar Azziman. Sólo así podrá ganar algo del tiempo perdido en estos 35 años transcurridos desde que una revista como Lamalif, anunciadora de un Marruecos avanzado, advirtiera que sólo la democratización de Marruecos podría reforzar su posición internacional y servirle de su mejor argumento para convencer en este espinoso asunto sahariano.

El gatillo sensible de Oriente Próximo por Shlomo Ben-Ami

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EL PAÍS

En todo Oriente Próximo está cobrando fuerza una creencia generalizada: la guerra es inevitable. Algunos ven la guerra como una manera de resolver una situación cada vez más empantanada y sacudir un orden regional nada funcional.

Una descarga de comentarios incendiarios entre Israel, de un lado, y Siria y Hezbolá, de otro, ha alimentado las angustias sobre la posibilidad de una guerra en la frontera norte de Israel. Tal es el nivel de sensibilidad, que los sirios malinterpretaron como una amenaza el llamamiento del ministro de Defensa israelí, Ehud Barak, a iniciar negociaciones precisamente para prevenir "una guerra regional generalizada".

El líder de Hezbolá, Hassan Nasrallah, advirtió a los israelíes que la nueva fase del conflicto no se limitaría a un enfrentamiento israelo-libanés, sino que involucraría a todo el "eje de confrontación" formado por Siria, Irán, Hezbolá y Hamás. Esto sucedería también si Israel diera rienda suelta a su Fuerza Aérea contra las instalaciones nucleares de Irán. Es más, Nasrallah dejó claro que la Doctrina Dahyia de Israel, la total devastación del Líbano en caso de guerra, recibiría una respuesta del mismo tenor.

La posibilidad de una conflagración en Oriente Próximo dio lugar a un puente aéreo de altos funcionarios norteamericanos a Israel para advertirles sobre las consecuencias devastadoras que podría tener un ataque a Irán. Ahora la principal tarea de la Administración Obama no son las negociaciones de paz, sino cómo evitar un conflicto regional. El director de la CIA, Leon Panetta, y el jefe del Estado Mayor Conjunto, almirante Mike Mullen, ya fueron y vinieron, mientras que el vicepresidente Joe Biden y una delegación del Departamento de Estado y el Consejo de Seguridad Nacional se preparaban para visitar Jerusalén estos días.

Sin embargo, evitar la guerra no será tarea fácil porque el carisma de Obama se ha desgastado en el mundo árabe. La expectativa de que Obama permitiría que los árabes, particularmente los sirios y los palestinos, recuperasen su tierra sin recurrir a las armas ha resultado, según sus propias palabras, poco realista. Obama tampoco pudo convencer a Irán de que abandonara su intento de conseguir armas nucleares.


Muy probablemente, Israel escuchará el consejo de Estados Unidos y se planteará un ataque preventivo a Irán sólo si se han agotado todos los medios diplomáticos y han fracasado todas las sanciones. Por más injustificado que parezca el tradicional comportamiento militar de Israel a los ojos de sus enemigos y críticos, este país siempre aspiró a basar sus acciones bélicas en argumentos que pueda justificar.

Esto parecería particularmente cierto cuando se trata de un ataque a las instalaciones nucleares de Irán. A Israel no le gustaría que lo vieran como el que echó a perder una solución diplomática a una disputa que, en cualquier caso, no se puede resolver sólo por medios militares.

Las guerras en Oriente Próximo se iniciaron cuando las partes realmente no las buscaban. La de 1967 es un ejemplo. La ansiedad de hoy también está alimentada por preocupaciones reales e imaginadas. El desafío iraní a la hegemonía estratégica de Israel es percibido como una amenaza existencial al estilo del Holocausto, y a los otros enemigos de Israel -Hezbolá, que cree que puede "poner fin a la entidad sionista", y Siria, que alardea de la capacidad de sus misiles balísticos para destruir los centros urbanos de Israel-, también son considerados como actores irracionales.

Desde hace un tiempo se viene librando una guerra encubierta entre Israel e Irán. Los asesinatos -supuestamente perpetrados por Israel- de Imad Mughniyah, jefe militar de Hezbolá y aliado de Irán, y, más recientemente, de Mahmoud al-Mahbouh, el enlace de Hamás con la Guardia Revolucionaria de Irán, sugieren que la cadena no planificada de acontecimientos podría desatar una guerra real.

El frente libanés podría estallar si Hezbolá quisiera vengar la muerte de Mughniyah o simplemente como resultado de un exabrupto ante una provocación, como en 2006. Si luego Irán y Siria decidieran respaldar a Hezbolá, podría desatarse un enfrentamiento directo entre Israel e Irán. Lo que Israel planeó como un ataque preventivo contra Irán podría presentarse como un acto de autodefensa.

El general James Jones, asesor de seguridad nacional de Obama, recientemente ofreció una predicción diferente pero que tampoco presagia nada bueno. La respuesta de Irán a la creciente presión internacional podría ser, dijo, lanzar un ataque contra Israel a través de sus representantes, Hezbolá y Hamás. Estos ataques podrían dar lugar a una conflagración regional más amplia.

Las amenazas de guerra en Oriente Próximo nunca deben subestimarse. Los esfuerzos de EE UU para frenar a Israel tal vez no sean suficientes para impedir una calamidad. Los días de la Pax Americana en la región terminaron, lo que significa que evitar una explosión regional requerirá movilizar a los principales actores internacionales que están a favor de soluciones diplomáticas para el conflicto árabe-israelí y por la búsqueda de una vía que permita a Irán convertirse en socio legítimo de un nuevo sistema regional.

Derechos humanos y diálogo transcultural por Ramin Jahanbegloo

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EL PAÍS

Es bien conocida la historia de los ciegos que, unos a otros, describían a un elefante. Uno de ellos le toca la trompa y dice que el elefante es como una serpiente. Otro toca una pata y describe al elefante como una columna. Un tercero pone ambas manos en un costado del elefante y concluye que es más bien como una pared. Ya se trate de un cuento originalmente hindú, persa o budista, el caso es que esta enseñanza ha sido utilizada a menudo para ilustrar que lo que todos vemos en nuestras diferentes culturas es sólo parte de la totalidad, por lo que necesitamos escuchar y aprender para poder cruzar con seguridad el río de la vida.

Nuestra verdadera opción, por lo tanto, será la de aproximarnos a las diferentes tradiciones religiosas y culturas autóctonas y reconocerlas como colaboradoras en la promoción de un mayor respeto de los derechos humanos y de su observancia.

Las culturas tradicionales no son un sustitutivo de los derechos humanos; son un contexto cultural en el que los derechos humanos tienen que ser establecidos, integrados, promovidos y protegidos. Los derechos humanos deben plantearse de una manera que tenga pleno sentido y sea relevante en distintos contextos culturales. En vez de limitar los derechos humanos a su encaje en una determinada cultura ¿por qué no recurrir a los valores de las culturas tradicionales para reforzar la aplicación y la relevancia de los derechos humanos universales?

Hay una necesidad cada vez mayor de resaltar los valores comunes y básicos que comparten todas las culturas: el valor de la vida, el orden social y la protección contra la arbitrariedad. Esos valores básicos están plasmados en los derechos humanos. Las culturas tradicionales deberían ser consideradas y reconocidas como colaboradoras en la promoción de un mayor respeto de los derechos humanos y de su observancia. El reconocimiento y el aprecio de contextos culturales particulares contribuiría a facilitar, más que a limitar, el respeto y la observancia de los derechos humanos. Los derechos humanos universales no imponen un patrón cultural sino el estándar legal de la mínima protección necesaria para la dignidad humana.


En cuanto pauta legal adoptada por las Naciones Unidas, los derechos humanos universales representan un consenso, arduamente conseguido, de la comunidad internacional, no el imperialismo cultural de alguna región en particular o de un conjunto de tradiciones. Los derechos humanos relacionados con la diversidad y la integridad cultural abarcan una amplia gama de protecciones, incluyendo: el derecho a la participación cultural; el derecho a disfrutar del arte; a la conservación, desarrolloy difusión de la cultura; a la protección del patrimonio cultural; a la libertad para la actividad creativa; a la protección de las personas pertenecientes a minorías étnicas, religiosas o lingüísticas; a la libertad de reunión y asociación; el derecho a la educación, a la libertad de pensamiento, conciencia y religión, a la libertad de opinión y de expresión; y el principio de no discriminación.

Todo ser humano tiene derecho a la cultura, incluido el derecho al disfrute y desarrollo de la vida e identidad culturales. Los derechos culturales, sin embargo, no son ilimitados. Existen limitaciones legítimas y sustanciales a prácticas culturales, incluso a tradiciones bien afianzadas. Por ejemplo, ninguna cultura puede hoy día reclamar legítimamente el derecho a practicar la esclavitud.

Algunos creen, equivocadamente, que los derechos humanos son relativos en lugar de universales en lo que concierne a la cultura. Este relativismo supondría una peligrosa amenaza para la efectividad del derecho internacional y para el sistema internacional de derechos humanos. La reclamación de la aceptación y la práctica del relativismo cultural no es creíble. El relativismo cultural se utiliza como plataforma para obtener ventajas políticas o económicas, y no como un compromiso con los altos valores éticos y los ideales que la protección de los derechos humanos supone.

El concepto de derechos no tiene sentido a menos que los derechos sean universales, pero los derechos no pueden alcanzar su universalidad sin un cierto anclaje cultural. Los derechos evolucionan a medida que evolucionan las culturas. No son entidades fijas. El debate entre universalismo y relativismo no tiene sentido. Los ideales universales de los derechos humanos y las particularidades y sensibilidades culturales pueden reconciliarse. Los estándares universales deberían ser el mínimo moral, mientras que las particularidades culturales ofrecerían diferentes marcos para favorecer o impedir la labor de los derechos humanos. Las culturas no pueden quedar excluidas, porque no hay discurso o práctica de los derechos humanos que exista en un vacío cultural. Una aplicación universal de los derechos humanos sin referencia a las particularidades culturales y a los derechos autóctonos disminuiría la fuerza ética de los derechos humanos.


Sería un error sostener que los derechos humanos son una idea occidental. En realidad son la capacidad moral de la humanidad para proteger, bajo el imperio de la ley, las condiciones necesarias para la dignidad humana. Es decir, que si hay un conjunto normativo universal de principios espirituales en el que pueda hoy basarse el discurso sobre los derechos humanos, es preciso que éste trascienda las penúltimas distorsiones y las reales crueldades que comparten todas y cada una de las tradiciones religiosas del mundo. Requerir que cada particular marco espiritual sea normativo para los derechos humanos exige distinguir entre religión organizada y espiritualidad.

Este debate, que en cierto sentido subyace tras todos los otros, es probablemente el nudo gordiano de los derechos humanos. Hoy quizá más que nunca antes, los símbolos y creencias religiosos están siendo manipulados para promover el odio, la intolerancia y la violencia. Tal vez sea esa manipulación de parte de las ideologías religiosas por el control de la violencia lo que ha dado crédito al debate sobre el "choque de culturas" que divide al mundo mediante fronteras religiosas. Es decir, la política del miedo ha superado desde hace tiempo los principios espirituales y la ética humanitaria de la religión.

Si el miedo es hoy un factor obvio entre los extremistas religiosos, lo es de modo aún más sutil e insidioso en las ideologías religiosas que recurren al miedo como fundamento de la política. Pero son muchos los que hoy se dan cuenta de que la alternativa al miedo no es el valor sino la no violencia. Que las ideologías religiosas hayan originado posiciones fanáticas no es razón para que debamos optar por oposiciones fanáticas. La violencia no es la solución; es el problema.

Al aceptar el Premio Nobel de la Paz, el doctor Martin Luther King Jr. proclamó una "fe audaz" en que "en todas partes la gente pueda tener tres comidas al día para su cuerpo, educación y cultura para su mente y dignidad, igualdad y libertad para su espíritu". Tanto si somos religiosos como laicos, tanto si somos hindúes como budistas, cristianos, judíos o musulmanes, adoptar esa "fe audaz" en los derechos humanos nos ayuda a enfrentarnos a las difíciles decisiones éticas que han de tomarse en nuestro tiempo.

A medida que el mundo se hace más pequeño con la llegada de la globalización, la sola idea de los derechos humanos universales nos sirve para promover los diálogos transculturales. El diálogo transcultural no aspira simplemente a tender puentes entre los enormes conjuntos de culturas que se expresan bajo denominaciones tales como Occidente y Oriente. Aspira a tender puentes donde quiera que un fuerte sentimiento de "nosotros" y "ellos" surge más allá de las fronteras. Aunque la mayoría de nosotros estamos convencidos de que el progreso moral de la humanidad va en la dirección de la promoción de los derechos humanos, deberíamos insistir en que éstos no deben entenderse como un fenómeno ya cumplido. Ni que pertenece a nuestro pasado. Es una opción para nuestro futuro plural.

Educación para la diversidad por Jorge Sampaio

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EL PAÍS

Cómo convivir cuando la diversidad, étnica, lingüística, religiosa o cultural incrementa el desasosiego, divide a las comunidades y somete a creciente presión las democracias? Últimamente, fracturas económicas, sociales, culturales y religiosas exacerban las tensiones intercomunitarias fomentando la errónea noción de que estamos abocados a un "choque de civilizaciones".

Es esencial activar el diálogo para tender puentes, superar conflictos y promover un mejor entendimiento entre los pueblos. Para combatir estereotipos e ideas falsas que provocan hostilidad y desconfianza hay que buscar la raíz de las tensiones que dividen a las sociedades y culturas. Las tensiones se inflaman cuando individuos o grupos perciben amenazados sus valores e identidad. Las oleadas migratorias, particularmente en Europa, han generado resentimiento y hostilidad. Inequívoco indicio del malestar es el éxito de partidos de extrema derecha que propugnan programas anti-inmigración en diversos países europeos.

No podemos ignorar el alcance de unos síntomas indicadores de un creciente sentimiento de inseguridad susceptible de minar la cohesión social y el modelo de inclusión europeos. Cuestiones como el velo islámico, el lugar de la religión en las escuelas y la igualdad de género, muestran la pervivencia de fuentes de tensión y la presencia de fuerzas dispuestas a explotarlas. La iniciativa popular contra nuevos minaretes en Suiza revela un profundo malestar e ilustra cómo el miedo y los prejuicios enturbian la convivencia.

Las tensiones aparecen también al cuestionarse derechos de las minorías y su lugar en las sociedades, que se enfrentan así a cómo cohonestar los derechos de las comunidades culturales salvaguardando la cohesión social.

En tiempos de tensiones interculturales es importante defender los derechos de las minorías, frecuentemente hostigadas y discriminadas. También lo es apreciar los beneficios que aportan los inmigrantes.

Es indispensable promover una educación para la diversidad para desarrollar conocimientos y aptitudes interculturales en la juventud, y el aprendizaje durante la vida para fortalecer las bases comunes de la convivencia. Eduquemos para los derechos humanos, la ciudadanía y el respeto del otro; para la comprensión mutua y el diálogo intercultural; para la enseñanza "mediática" y la de religiones y creencias; para el diálogo en y entre religiones.


Adquiramos conocimientos interculturales enseñándolos a nuestros ciudadanos y creemos estrategias urbanas para el diálogo intercultural. Necesitamos políticas para la juventud, basadas en la igualdad de oportunidades. Impliquemos a la sociedad civil entera, juventud, líderes religiosos y medios de comunicación.

La Alianza de Civilizaciones aborda las divisiones en y entre comunidades, las "musulmanas y occidentales" especialmente, para promover políticas de gobernanza democrática de la diversidad basadas en un paradigma de respeto a las diferentes culturas y religiones. Pretende desarrollar y profundizar, priorizándolo, el diálogo intercultural en las relaciones internacionales.

Las luchas culturales y políticas evidencian la oportunidad de este enfoque estratégico y la necesidad de políticas novedosas a distintos niveles. De aquí que haya que apostar por la gobernanza democrática de la diversidad en un mundo complejo donde las percepciones polarizadas se nutren de estereotipos y prejuicios, pero también de realidades y de conflictos políticos. Para reducir la división entre sociedades musulmanas y occidentales habrá que resolver previamente algunos de esos conflictos. Pero incluso resueltos, persistirán la suspicacia y la hostilidad que fracturan las sociedades a lo largo de divisiones culturales y religiosas.

Hay unanimidad respecto del profundo foso de percepción que separa a occidentales y musulmanes. Visto en términos de oposición entre dos supuestos bloques monolíticos, islam y Occidente, este foso alimenta más los estereotipos y la polarización, favoreciendo el extremismo. Sin embargo, la mayoría de los pueblos rechaza el extremismo y apoya el respeto de la diversidad. Tanto musulmanes como no musulmanes comparten idéntica preocupación sobre seguridad, estabilidad y paz. Millones de musulmanes temen ver a sus hijos ganados para el extremismo.

Para afrontar este problema es esencial desarrollar nuevas estrategias de promoción del diálogo interreligioso, en el marco de la gobernanza democrática de la diversidad cultural basada en los principios de universalidad de los derechos humanos y libertades fundamentales, igualdad de oportunidades, solidaridad económica y cohesión social.

La Alianza de Civilizaciones persigue cambiar las mentalidades en las sociedades divididas. Tenemos que sensibilizar a los actores políticos en la necesidad de invertir en políticas públicas relacionadas con la diversidad cultural y el diálogo intercultural, dirigidas a desarrollar conocimientos y aptitudes interculturales. Hagamos un frente común para superar las dificultades presentes y aprovechémoslo para abrir nuevas vías hacia un mejor entendimiento y una cooperación reforzada. Demos una oportunidad a un diálogo que, más allá de las palabras, obtenga resultados.

El velo y la cruz por Jorge Urdánoz

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El laicismo es el gran invento de la modernidad para facilitar la convivencia entre los diferentes credos: saca a Dios del salón público y lo instala en el corazón privado de los hombres y de las mujeres libres

EL PAÍS

En su carta al director del viernes 14 de noviembre, María de Andrés Urtasun solicita una explicación para el doble rasero que ella percibe entre el trato dado al crucifijo y al velo de las musulmanas. Según ella afirma, mientras el primero es retirado apresuradamente de las aulas, el segundo no sólo se tolera sino que se defiende con afán. Se trata de una comparación que está adquiriendo un considerable éxito en el imaginario social, por lo que conviene sin duda profundizar en su fundamento.

La primera gran diferencia entre el caso del crucifijo y el del velo apunta al espacio en el que cada uno se sitúa. Ni el laicismo como ideal de tolerancia ni el liberalismo como teoría política subyacente tienen problema alguno con el crucifijo en sí, sino con el lugar en el que algunos se empeñan en colocarlo: la escuela pública. Porque, aunque esos algunos no parezcan querer entenderlo, "público" significa "obligado para todos".

Un crucifijo en un centro público (sea un hospital, un juzgado o una escuela) supone adscribir una y sólo una determinada religión a todos y cada uno de los usuarios de tal centro.

Y, claro, una cosa así choca con la libertad religiosa, porque algunos usuarios adoran a otro Dios, otros no adoran a ninguno y otros no acaban de saber a qué o a quién adorar. De ahí que el fundamento jurídico de la sentencia del Tribunal de Estrasburgo haya sido precisamente ése: la libertad religiosa.

Un inciso: algunos salen aquí con el pintoresco argumento de que los católicos son mayoría en nuestro país, y de que de tal cosa se desprendería la legitimidad de los crucifijos en las escuelas. Da pereza tener que explicar esto, pero es que si la religión del Estado se eligiera por mayoría, entonces nada habría que objetar a que en los países musulmanes todos los niños fueran educados en el islam, en Israel todos lo fueran en el judaísmo, aquí todos en el catolicismo, en Grecia todos en el cristianismo ortodoxo, etcétera.

"A la teocracia por la democracia", un bonito eslogan que aquí asumen sin rubor algunos de nuestros pretendidos liberales, y que pisotea una de las conquistas más elementales de la modernidad: el Estado ha de ser neutral, aconfesional o laico -cosas todas que significan lo mismo- precisamente porque sólo así puede garantizarse para todos la libertad de conciencia.


Pero retomemos la cuestión. La gran diferencia entre el velo y la cruz es que el velo es algo privado. No es un símbolo religioso que se quiera imponer en ciertos espacios públicos, sino una prenda que algunas personas deciden lucir (y soy consciente de todo lo problemático que encierra este "deciden" cuando estamos hablando de niñas o adolescentes).

Un aula, cuando es pública, no puede adornarse con trajes religiosos pertenecientes a una determinada confesión. Nada público puede hacerlo: ni las aulas, ni los libros, ni los temarios, ni (por cierto) los juramentos de los funcionarios, ni (por cierto) los funerales de Estado, ni (por cierto) la declaración de la renta, ni... en fin, nada que obligue a todos. Ésa es la gran diferencia: el velo es algo privado, el crucifijo -el que se ha prohibido en Estrasburgo, quiero decir- pretendía ser público.

Por eso, para enfocar con justicia la cuestión, al velo no habría que compararlo con los gruesos crucifijos de pared de las aulas, sino con los diminutos que muchos de nuestros estudiantes llevan colgados al cuello, con las medallas de la virgen, con las estampas de santos, con la kipá que lucen los judíos, etcétera. Es decir, con símbolos religiosos, sí, pero perfectamente privados. ¿Hay algo en el laicismo que implique prohibir los símbolos religiosos privados? No, en absoluto.

De hecho, si el laicismo garantiza la neutralidad de los espacios públicos lo hace precisamente para que cada uno podamos hacer uso de nuestra libertad individual en el ámbito privado. Es gracias al laicismo que unos pueden lucir una cruz y otros un velo, y ésa es su grandeza civilizatoria.

Contra lo que mezquinamente nos venden algunos en este país, el laicismo no se opone a ninguna religión, sino todo lo contrario: lo que viene a hacer es garantizarlas todas. El laicismo es sinónimo de tolerancia, de igualdad, de respeto. Es el gran invento de la modernidad para facilitar la convivencia entre los diferentes credos: saca a Dios del salón público del trono y lo instala en el corazón privado de los hombres y de las mujeres libres.

Pero, ¿y no es el velo un símbolo machista? ¿No vulnera la dignidad de la mujer, no presupone y potencia su sumisión? Esta segunda acusación va más allá del ámbito del laicismo y acude en su descargo a cierta idea de los derechos humanos. Si el velo atenta contra la mujer, lo hará dentro y fuera de la escuela, y habrá por tanto de perseguirse siempre y en todo caso.

Por estos y otros motivos, buena parte del feminismo (no todo) se sitúa del lado de la prohibición, junto a insospechados compañeros de viaje como los neocon, cierta islamofobia rampante y no pocos partidarios de ese "choque civilizatorio" que más que describir una situación parecen empeñados en provocarla.


La cuestión es desde luego espinosa, y dista de ofrecer nada ni remotamente parecido a una solución sencilla, pero yo adelantaría dos razones por las que creo que el feminismo hace un flaco favor a su causa cuando aboga por la prohibición. En primer lugar, porque al hacerlo así ha de asumir una identificación entre una prenda -el velo- y unos valores -los patriarcales- que está lejos de ser evidente.

El velo no significa lo mismo siempre, ni en todas las culturas, ni para cada una de las mujeres que lo adoptan. Se trata de una generalización abusiva que probablemente genera más problemas que los que resuelve.

En el caso concreto de las escuelas, parece mucho más sensato que decida cada Consejo Escolar atendiendo a las circunstancias del caso. Y, como en todo proceso con garantías -esas garantías jurídicas que configuran uno de los más hermosos avances morales que ha dado al mundo la civilización occidental- "las circunstancias" han de ser siempre actos concretos, no meras prendas de vestir, sean velos, estrellas de David o crucifijos.

Lucir el velo no debe llevar per se a la apertura de un proceso de indagaciones del que los demás alumnos se hallen liberados. Sabemos a qué recuerda eso, y estremece tener que recordar lo obvio.

Pero, en segundo lugar y sobre todo, porque lo que está en juego es la libertad de las propias musulmanas. Que el velo es machista es en muchos casos absolutamente cierto, pero prohibirlo enarbolando esa razón resulta en buena medida contraproducente. La lucha de las mujeres por su liberación ha sido el acontecimiento más fructífero y liberador de la modernidad, pero lo ha sido así porque fueron ellas las que encabezaron la lucha: ellas fueron las protagonistas, como ahora lo han de ser las musulmanas.

Lo que la prohibición lograría sería retirar de la cabeza de las mujeres el mero velo externo, sí, pero al presumible precio de mantener incólume el interno, que es el que principalmente hemos (han) de combatir: el machismo son ante todo ideas y representaciones mentales, y sólo secundariamente ropas, hábitos y servidumbres.

Son ellas las que han de descubrir su camino, sin que les indiquemos cuál es "el adecuado" ni les forcemos a transitarlo. Para bien o para mal, las similitudes que existen entre querer obligar a una mujer a despojarse de una determinada prenda "por su propio bien" y pretender imponer en un país "la democracia" manu militari son demasiado evidentes, demasiado cercanas y demasiado siniestras.

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